El acelerado desarrollo económico de las últimas décadas ha estado íntimamente ligado a la extracción intensiva de recursos naturales –minerales, hidrocarburos, agua, biodiversidad– generando prosperidad material pero también serios conflictos socio-ambientales. Frente a esta realidad surge una premisa ética fundamental: “la vida y el medio ambiente no son negociables”. Esta idea plantea un desafío disruptivo: ¿cómo conciliar las actividades extractivas con la protección innegociable de la vida (humana y no humana) y de los ecosistemas? En efecto, no se trata de dos metas separadas –desarrollo económico vs. conservación ambiental– sino de una única crisis socio-ambiental compleja, que requiere soluciones integrales. Como afirma el Papa Francisco en Laudato Si’: “no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental”, de modo que las soluciones demandan un enfoque integral que combata la pobreza a la vez que cuide la naturaleza.
Desde una perspectiva interdisciplinaria, este documento extenso analiza cuatro sectores críticos –minerales, hidrocarburos, agua y biodiversidad– dedicando un capítulo a cada uno. En cada capítulo se examinan los conflictos socio-ambientales vinculados a la explotación del recurso, sus impactos ecológicos y sociales, y se exploran soluciones innovadoras desde las dimensiones ética, económica, legal y ecológica. Se incorporan casos de estudio emblemáticos a nivel global y regional, marcos normativos vigentes, propuestas de transición justa y desarrollos de tecnología sostenible. La premisa rectora es que la vida humana, la dignidad de las comunidades y la integridad de los ecosistemas deben considerarse límites no negociables en toda actividad económica. Ello implica repensar los modelos de desarrollo, colocando la ética ambiental y la justicia social en el centro de la toma de decisiones. Diversos autores y organismos internacionales coinciden en que la humanidad enfrenta riesgos sin precedentes si continúa el ritmo actual de degradación: estamos excediendo la capacidad de carga del planeta –se calcula que harían falta 1.6 Tierras para sostener nuestro nivel de consumo actual– y esto conlleva “riesgos extremos” para las economías y el bienestar humano. En palabras del economista Partha Dasgupta, “nuestras economías, medios de vida y bienestar dependen de nuestro activo más precioso: la naturaleza”. Sin embargo, hoy “nuestras demandas superan con creces la capacidad de la naturaleza para proveer los bienes y servicios de los que dependemos”, lo cual exige un cambio transformador en cómo producimos, consumimos y medimos el progreso.
Ante esta coyuntura crítica, se evidencian también importantes oportunidades de cambio. La noción de desarrollo sostenible ha madurado hacia conceptos más exigentes como la sostenibilidad fuerte, la economía circular, el decrecimiento en sociedades opulentas, o los enfoques de Buen Vivir y Derechos de la Naturaleza surgidos en Latinoamérica. Asimismo, el impulso por la transición energética justa y la innovación tecnológica sostenible abren caminos para reducir la dependencia de actividades extractivas tradicionales. Este documento explora estas vías disruptivas y esperanzadoras, apoyándose en análisis actuales de expertos, experiencias comunitarias y acuerdos internacionales recientes (Acuerdo de París, Agenda 2030 de la ONU, Marco Global de Biodiversidad Kunming-Montreal 2022, entre otros).
La finalidad es ofrecer una visión amplia y profunda de cómo reconciliar la explotación de recursos naturales con la afirmación de que la vida y el medio ambiente no se negocian. No se trata de una reconciliación ingenua, sino de trazar límites claros a la depredación, exigir responsabilidad ética a Estados y empresas, empoderar a las comunidades locales y reimaginar la economía para que opere dentro de los límites ecológicos. Cada capítulo presentará diagnósticos y propuestas concretas en ese sentido, con abundante soporte de investigaciones y ejemplos prácticos. Al final, se incluirá una bibliografía en estilo APA 7 que respalda el contenido presentado.
Minería y sostenibilidad
La minería ha sido históricamente un motor de crecimiento económico e industrialización, proveyendo materias primas esenciales (metales, minerales industriales, materiales de construcción). Sin embargo, también es fuente de numerosos conflictos sociales y ambientales en todo el mundo. Estos conflictos suelen emerger por la competencia por el uso del territorio y los recursos hídricos, la contaminación ambiental, la distribución inequitativa de beneficios y los impactos culturales en comunidades locales e indígenas. En América Latina –una de las regiones más ricas en minerales– la minería a gran escala ha detonado algunas de las más intensas disputas socio-ambientales de las últimas décadas. De hecho, estudios señalan que los extractivismos (minería, petróleo, monocultivos) son “el primer factor de presión ambiental” en Sudamérica y uno de los principales detonantes de conflictos y resistencias ciudadanas. Por ejemplo, en el Perú se ha reportado que cerca de 64% de los conflictos socio-ambientales están relacionados con la actividad minera, reflejando cómo la expansión minera frecuentemente entra en colisión con comunidades rurales que ven amenazados su agua, sus tierras agrícolas o sitios sagrados.
Un caso emblemático es el del Proyecto Conga en Cajamarca, Perú. Este proyecto de megaminería de oro y cobre, propuesto por la empresa Minera Yanacocha/Newmont, implicaba la destrucción de varias lagunas altoandinas para aprovechar los yacimientos debajo de ellas, ofreciendo a cambio la construcción de reservorios artificiales. La población local, mayoritariamente campesina, se opuso frontalmente bajo la consigna “¡Agua sí, oro no!”, al percibir que se sacrificaban fuentes de agua vitales en pos del lucro minero. Las protestas alcanzaron tal magnitud que en 2011 el gobierno declaró estado de emergencia; la represión policial resultó en varios heridos y la muerte de cinco manifestantes. Finalmente, ante la incesante oposición, el proyecto Conga fue suspendido y removido del portafolio de la compañía en 2016. Este triunfo ciudadano –aunque temporal, pues la empresa aún no renuncia del todo a la idea– evidenció que, para la población, el agua y los ecosistemas de alta montaña no eran negociables frente a la promesa de riqueza minera. Conga se convirtió así en símbolo de la defensa del medio ambiente sobre la extracción aurífera.
Situaciones similares abundan: en Esquel (Argentina), la comunidad frenó una mina de oro mediante referéndum en 2003; en Intag (Ecuador), pobladores bloquearon proyectos mineros en bosques nubosos; en Rosia Montana (Rumanía), la movilización civil detuvo la mayor mina de oro europea; entre otros. En muchos casos, los conflictos mineros van ligados a la vulneración de derechos de pueblos indígenas. Las naciones originarias suelen reclamar su derecho al consentimiento libre, previo e informado (conforme al Convenio 169 de la OIT) antes de cualquier proyecto en sus territorios –derecho no siempre respetado, desencadenando conflictos. Cabe destacar que defender el medio ambiente puede costar la vida: según Global Witness, en 2022 al menos 177 defensores ambientales fueron asesinados, el 88% de ellos en América Latina, siendo líderes indígenas entre las principales víctimas. Una parte significativa de esos mártires ambientales peleaban contra proyectos mineros, extractivos o mega-obras en sus comunidades. Estos datos trágicos subrayan la urgencia de mecanismos robustos de protección y participación, como el Acuerdo de Escazú (2018) en América Latina, que busca garantizar el acceso a la información, la justicia ambiental y la seguridad de los activistas socioambientales.
En síntesis, la minería metálica y no metálica ha detonado conflictos cuando se percibe que negocia o sacrifica valores irrenunciables: la disponibilidad de agua limpia, la salud pública, el equilibrio de ecosistemas, la identidad cultural y la autodeterminación de las comunidades. La premisa de que la vida y la naturaleza no se negocian emerge con fuerza en estos escenarios, oponiéndose a la lógica tradicional de “compensar” daños ambientales con dinero o promesas de desarrollo. Como se observa en Conga y muchos otros casos, para amplios sectores ciudadanos no hay precio que pague un río limpio o una montaña sagrada, y por ello demandan nuevas formas de entender el progreso, compatibles con la integridad de la Madre Tierra.
Impactos ambientales y sociales de la minería
La explotación minera conlleva profundos impactos ambientales. En minería a cielo abierto, es común la remoción masiva de suelo y roca (megapozos, desmontes) que alteran irreversiblemente el relieve y el hábitat. La deforestación es frecuente en etapa de apertura de minas y caminos, contribuyendo a la pérdida de cobertura vegetal y biodiversidad. Uno de los impactos más críticos es la contaminación de agua: muchas minas metálicas generan drenaje ácido al exponer sulfuros al aire y agua, produciendo ácido sulfúrico que disuelve metales pesados y contamina ríos, lagos y acuíferos. También se emplean sustancias tóxicas –como cianuro o mercurio en la minería aurífera– que pueden filtrarse al ambiente. Los pasivos mineros (relaves, desmontes) son fuentes de contaminación de largo plazo; por ejemplo, la ruptura de diques de colas ha causado desastres, liberando millones de metros cúbicos de lodos tóxicos (casos de Mariana 2015 y Brumadinho 2019 en Brasil). La calidad del aire asimismo se ve afectada por polvo mineral y emisiones de maquinaria. En suma, la minería mal gestionada puede degradar suelos, envenenar cursos de agua, empeorar la salud de ecosistemas completos y contribuir al cambio climático (por uso intensivo de energía fósil).
En cuanto a impactos en la sociedad, la minería a gran escala frecuentemente desplaza comunidades (reasentamientos forzosos) y transforma economías locales agrícolas en enclaves extractivos. Si bien genera empleos e ingresos fiscales, a menudo se concentra la riqueza en pocas manos o fuera de la región, exacerbando desigualdad y resentimiento. Los pueblos cercanos a minas pueden sufrir afectaciones en la salud por metales pesados (plomo, arsénico) en agua y alimentos, con casos documentados de enfermedades de la piel, respiratorias, daños neurológicos en niños, etc. Socialmente, la “fiebre del oro” puede traer ruptura del tejido comunitario, conflictos internos entre quienes apoyan o rechazan la mina, además de problemas asociados como prostitución, alcoholismo o violencia (en “campamentos mineros” de rápido crecimiento). No obstante, cabe reconocer que en algunos contextos la minería es también sustento económico de poblaciones –por ejemplo, la minería artesanal del oro involucra a cientos de miles de mineros informales en países andinos y africanos– lo cual complejiza su manejo, pues una prohibición súbita afectaría medios de vida. Por ello, se enfatiza la necesidad de transiciones justas: diversificar economías minero-dependientes y ofrecer alternativas dignas a trabajadores y comunidades mineras al migrar hacia esquemas más sostenibles.
En perspectiva global, la minería está además vinculada a dinámicas geopolíticas y al consumo excesivo. Por un lado, muchos conflictos armados han sido financiados con “minerales de sangre” (coltán, diamantes, oro) extrayendo recursos en zonas de guerra (ej. Sierra Leona, RD Congo). Por otro, el insaciable consumo de países desarrollados alimenta la demanda de minerales raros, generando presiones extractivas en regiones ecológicamente frágiles. Por ejemplo, la transición a tecnologías verdes (autos eléctricos, energía solar) aumenta la demanda de litio, cobre, cobalto, lo cual si no se gestiona con responsabilidad podría trasladar la carga ambiental a comunidades vulnerables en América Latina, África o Asia. Todo esto refuerza la premisa de que la explotación minera no puede seguir basándose en la externalización de sus costos hacia la naturaleza o los pobres.
Soluciones y propuestas innovadoras para una minería sostenible
A continuación, se exploran enfoques disruptivos e innovadores –éticos, económicos, legales y ecológicos– para reconciliar la actividad minera con la protección innegociable de la vida y el ambiente:
- Perspectiva ética: Se requiere ante todo un cambio de valores en la relación sociedad-naturaleza. La ética ambiental propone límites morales a la explotación: ciertos ecosistemas o elementos vitales no deben sacrificarse por ganancias a corto plazo. Surge el concepto de “no zonas de sacrificio”, es decir, territorios (glaciares, páramos, fuentes de agua potable, áreas biodiversas) donde la minería simplemente no debería permitirse. Asimismo, se promueve reconocer derechos intrínsecos de la naturaleza. Ecuador marcó un hito al incluir en su Constitución (2008) los Derechos de la Naturaleza, otorgando a los ecosistemas el derecho a existir y regenerarse; esta figura legal, de aplicarse plenamente, constituye “una de las mejores opciones para detener los extractivismos depredadores actuales”. Desde la ética del cuidado, se enfatiza la responsabilidad intergeneracional: no tenemos derecho a agotar recursos no renovables ni a dejar pasivos tóxicos a las generaciones futuras. Filósofos como Hans Jonas o Enrique Leff llaman a una “prudencia” civilizatoria y a poner la vida al centro de nuestras decisiones. En la práctica, esto se traduce en exigir a empresas y gobiernos un comportamiento responsable y transparente, un compromiso real con el bienestar de comunidades y ecosistemas, más allá de cumplir mínimos legales. La ética también implica escuchar las voces locales: el respeto a las culturas indígenas –con sus visiones de sacralidad de la tierra– puede ofrecer un norte moral distinto al paradigma extractivista. Por ejemplo, la cosmovisión andina del Buen Vivir plantea armonía con la Pachamama (Madre Tierra) en lugar de dominación; integrar estas perspectivas conduce a proyectos mineros mucho más acotados y condicionados, si es que se permiten.
- Perspectiva económica: La minería sostenible exige internalizar sus costos ambientales y sociales. En la actualidad, muchas operaciones solo son viables porque externalizan daños (contaminación, cambio climático) que paga la sociedad; revertir esto requiere instrumentos económicos sólidos. Uno es el Principio de “quien contamina paga”, aplicando impuestos o cargos a la contaminación minera para financiar su remediación. Otro es la valoración económica de los servicios ecosistémicos perdidos: por ejemplo, si una mina destruye un humedal, el costo de perder la regulación hídrica y biodiversidad debe contabilizarse y compensarse con creces. Sin embargo, algunos economistas ecológicos advierten que no todo puede monetizarse; por ello se habla de límites planetarios que no deben trasgredirse, sin importar el pago. En paralelo, es crucial crear mecanismos de distribución equitativa de la renta minera: que las comunidades locales reciban una parte justa de las ganancias, se invierta en su desarrollo sostenible (infraestructura, educación, diversificación productiva) y se ahorre para el futuro (fondos soberanos, fideicomisos) en lugar de la típica “maldición de los recursos”. Países como Noruega han manejado prudentemente su fondo petrolero para beneficio intergeneracional; similarmente, la minería debería servir como trampolín para economías locales resilientes, no como riqueza efímera. Un planteamiento económico disruptivo es avanzar hacia una economía circular, reduciendo la demanda de nueva extracción mineral a través del reciclaje y la reutilización. Actualmente, muchos metales podrían recuperarse de los desechos electrónicos y chatarra (“minería urbana”), disminuyendo la presión sobre ecosistemas vírgenes. Por ejemplo, reciclar aluminio o cobre consume mucha menos energía y evita impactos comparado con extraerlos de minas. La promoción de materiales sustitutos también es relevante (por ejemplo, utilizar materiales compuestos o biomateriales en lugar de ciertos metales donde sea posible). Finalmente, cabe mencionar la necesidad de eliminar subsidios perversos: en varios países, la industria minera goza de exenciones fiscales, energía barata u otros privilegios que incentivan la sobreexplotación; repensar estos incentivos económicos es fundamental. Como subraya el Informe Dasgupta (2021), la mayoría de gobiernos “pagan más por explotar la naturaleza que por protegerla”, destinando entre 4 a 6 billones de dólares anuales en subsidios que fomentan la destrucción ambiental. Redirigir esos recursos a actividades sostenibles sería una medida económica sensata y ética a la vez.
- Perspectiva legal y normativa: Fortalecer el marco legal es clave para subordinar la minería al bien común. En el ámbito internacional, aunque no existe un “tratado minero global”, sí hay instrumentos relevantes: por ejemplo, el Convenio de Minamata (2013) busca eliminar el uso de mercurio en minería aurífera artesanal para proteger la salud y ecosistemas. A nivel nacional, muchos países han mejorado sus legislaciones ambientales mineras: se exige Evaluación de Impacto Ambiental (EIA) rigurosa antes de aprobar proyectos, planes de cierre de minas con garantías financieras, límites de emisión y estándares de calidad ambiental. Sin embargo, la aplicación suele ser deficiente por presiones políticas o corrupción. Se necesitan instituciones fortalecidas e independientes para fiscalizar. En Latinoamérica, varias constituciones incorporan el derecho a un ambiente sano y la consulta previa a pueblos indígenas, lo cual ha dado lugar a sentencias judiciales que frenan proyectos mineros por vulnerar derechos colectivos (p.ej., sentencias en Colombia amparando páramos y glaciares, o fallos en la Amazonía peruana protegiendo territorios indígenas). Una tendencia legal innovadora es la personalidad jurídica de la naturaleza: en algunos casos se ha otorgado derechos legales a ríos, bosques o montañas (ej. el Río Atrato en Colombia reconocido como sujeto de derechos, los Parques Nacionales con tutelas que protegen su integridad, etc.). Estas figuras permiten que representantes legales velen por los intereses ecológicos en tribunales. También cobran auge las demandas climáticas: gobiernos o empresas mineras pueden enfrentar litigios por contribuir al cambio climático, argumentando que comprometen derechos humanos de las futuras generaciones. En la perspectiva legal internacional, la inclusión de cláusulas ambientales en acuerdos comerciales e inversiones sería otro frente (p.ej., prohibir a empresas demandar a Estados por medidas ambientales legítimas, algo hoy posible vía arbitrajes inversor-Estado). En la región latinoamericana, la entrada en vigor del Acuerdo de Escazú (2021) es prometedora, ya que obliga a los Estados a mejorar la transparencia, la participación pública y la protección de defensores ambientales, todo lo cual incide directamente en cómo se planifican y controlan proyectos mineros. Finalmente, iniciativas de autorregulación sectorial, como los estándares del Consejo Internacional de Minería y Metales (ICMM) o la certificación de “Minería Responsable” (IRMA), pueden complementar la ley, siempre que se verifiquen de forma independiente, dando incentivos reputacionales a las empresas líderes en prácticas sostenibles.
- Perspectiva ecológica y tecnológica: La innovación científico-tecnológica ofrece herramientas para reducir la huella ecológica de la minería. Un concepto emergente es la “minería sostenible”, que busca optimizar procesos para minimizar residuos y emisiones. Por ejemplo, se están desarrollando métodos de bio-minería: uso de bacterias para extraer metales específicos del mineral, reduciendo la necesidad de químicos tóxicos. Asimismo, se investiga la fitominería, donde ciertas plantas hiperacumuladoras absorben metales del suelo y luego se cosechan para extraerlos –un proceso aún experimental, pero que en un futuro podría recuperar metales dispersos con bajo impacto. Otra área de mejora es el manejo de relaves: hoy existen tecnologías para almacenar relaves en seco (filtered tailings) que disminuyen el riesgo de colapso de diques y facilitan la restauración posterior. La eficiencia energética es crucial: algunas minas están incorporando energías renovables (parques solares o eólicos) para alimentar sus operaciones, reduciendo su huella de carbono. También se emplean vehículos eléctricos en labores mineras subterráneas, mejorando la calidad del aire para los mineros y el entorno. La economía circular mencionada antes es en sí una estrategia ecológica: al reciclar metales existentes se ahorra mucha energía y se evita nueva devastación. En cuanto a restauración, la ecología ofrece técnicas de biorremediación para suelos y aguas contaminadas: ciertas bacterias, hongos o plantas pueden inmovilizar o metabolizar contaminantes mineros (metales pesados, cianuros), ayudando a limpiar sitios afectados. Por último, las tecnologías de monitoreo ambiental han avanzado: sensores remotos, drones y satélites permiten vigilar las minas en tiempo real para detectar fugas, contaminación de ríos o deforestación ilegal en sus zonas de influencia. Esta vigilancia, potenciada por inteligencia artificial (que analiza imágenes satelitales o patrones anómalos), facilita anticipar desastres y hacer cumplir regulaciones. Un ejemplo es el uso de satélites para controlar la sedimentación en ríos avalados por actividad minera, o drones equipados con cámaras térmicas y multiespectrales para mapear rápidamente áreas reforestadas o erosionadas. La transparencia digital también puede ayudar: plataformas en línea donde empresas reporten sus consumos de agua, emisiones y planes de manejo, de manera accesible al público, fomentan la rendición de cuentas ambiental.
En suma, reconciliar la minería con la premisa de inviolabilidad de la vida y la naturaleza exige un cambio profundo en el modelo extractivo. Debe transitarse de la minería tradicional –maximizadora de producción y beneficios económicos a corto plazo– hacia una minería de última instancia: sólo emprender proyectos mineros cuando sean realmente necesarios, bajo estándares estrictos (no-go zones ecológicas, tecnología limpia, consentimiento social, beneficio compartido) y con la obligación de restaurar completamente los ecosistemas intervenidos. Todo ello enmarcado en una estrategia mayor de transición justa, donde las regiones y trabajadores dependientes de la minería tengan oportunidades en nuevas actividades sostenibles. Solo así podría la explotación mineral ser compatible con un futuro en que la vida humana y la integridad del ambiente no se transen ni se sacrifican, sino que se colocan por encima de cualquier cálculo económico.
Referencias
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