Homenaje a los baby boomers (generación nacida entre 1946 y 1964)
Francisco Valdemar Chávez Alvarrán
No son reliquias del pasado: son vigías del porvenir. Testigos de un mundo que ya no existe, pero que aún vive en su memoria y en su temple. Este homenaje es para ellos. Para los baby boomers: generación invencible, puente entre lo que fuimos y lo que aún podríamos ser.
Son más que una generación… son una estirpe.
Forjados entre radios de transistores y televisores de perilla, los baby boomers crecieron cuando el mundo aún tenía bordes definidos. Cuando una promesa se sellaba con un apretón de manos, y los errores se corregían con esmero, no con filtros. Su niñez no fue virtual ni programada: fue hecha de tierra, bicicletas sin frenos, rodillas ensangrentadas y la orden silenciosa de “volver cuando caiga la noche”.
A los cinco años ya sabían cuándo callar y cuándo correr. Leían la tristeza en el vapor de la olla y la furia en el crujido de una escoba. Sin psicólogos, entendieron la resiliencia. Sin GPS, aprendieron a encontrar el camino. Y sin datos móviles, nunca perdieron la conexión.
Vivieron sin tutoriales… pero lo aprendieron todo.
Pan con azúcar, juegos con tapitas de gaseosa, comida sin receta y ropa remendada mil veces. Se hicieron hábiles con un clip, una aguja, una llave inglesa. Donde hoy hay YouTube, ellos tenían ingenio. Donde ahora hay delivery, ellos cocinaban. Donde hay Wifi, ellos tenían silencio. Y de ese silencio aprendieron a pensar, a imaginar, a soñar.
No les hacía falta notificación alguna para recordar el cumpleaños de un amigo. Y si lo olvidaban, pedían perdón de frente, sin emojis. Con un abrazo, no con un sticker.
Son puente entre lo analógico y lo digital.
Han vivido tantas vidas como formatos de audio: del vinilo al cassette, del Discman al Spotify. Pero en su memoria suena mejor el crack del casete al rebobinarse con un lápiz, que cualquier algoritmo musical. Saben de paciencia, porque esperaron años por cartas y días por una llamada. Y aun así, jamás perdieron la urgencia de amar.
No conocen el miedo a quedarse sin batería… porque nunca la necesitaron. Solo necesitaban dos cosas: voluntad y dirección.
Sobrevivieron a una infancia sin casco, a una juventud sin likes y a una adultez sin terapia gratuita.
Vivieron sin airbag emocional. Su coraza fue la calle, el trabajo, el esfuerzo, el orgullo de reparar antes que desechar. Han enterrado a sus padres, criado a sus hijos y ahora sostienen con ternura a sus nietos. No buscan reconocimiento, pero lo merecen todo.
Porque ellos son los que nos dieron la voz… y todavía saben cuándo hablar fuerte.
Los que crecieron sin pantalla, pero con mirada clara.
Los que se caían y escuchaban: “Si no cuelga, no duele.”
Los que transformaron el hambre en creatividad y la escasez en sabiduría.
Hoy, los llaman “mayores”, pero siguen siendo gigantes.
Cada cicatriz es una historia. Cada cana, una batalla. Cada silencio, una enseñanza.
Llevan en los bolsillos caramelos que aún comparten y consejos que no pasan de moda.
Caminaron por la vida sin mapas digitales, pero dejaron huellas firmes en el camino.
Siguen siendo el pegamento invisible que mantiene unidos a los suyos. El último muro entre el vértigo del presente y los valores que aún merecen ser defendidos.
No los toques…
Ámalos, escúchalos, protégelos.
Porque si caen, no se romperá solo una generación: se perderá la brújula que nos recuerda de dónde venimos y hacia dónde podemos ir sin perder el alma.
Este es un homenaje a los baby boomers (generación nacida entre 1946 y 1964)
No como despedida, sino como llamado:
A aprender de ellos.
A honrar su legado.
A recordar que, gracias a ellos, estamos aquí.
Gracias por haber sostenido el mundo sin red.
Gracias por enseñarnos que lo esencial no necesita estar conectado a un cargador.
Gracias, eternos caminantes de lo real.