Econ. Francisco Valdemar Chávez Alvarrán
Se ha dicho muchas veces que Cajamarca es tierra de cultura. Pero podría sospecharse que esa frase no ha pasado de la retórica. Si se miran los presupuestos regionales y locales, la cultura no aparece como prioridad sostenida. Nunca ha sido tratada como motor económico real. Se presume que la cultura está en cada fiesta, en cada retablo, en cada copla, pero no en los planes de desarrollo. Podría concluirse que el activo cultural más grande de la región sigue dormido, esperando ser despertado por una visión que lo tome en serio.
Muchos jóvenes artistas, músicos, poetas, pintores, diseñadores o creadores digitales sobreviven bajo el techo de la informalidad cultural. Trabajan por evento, por temporada o por encargos aislados. Carecen de espacios físicos para difundir su talento, y no disponen de redes de apoyo institucional para convertir su creatividad en empresa cultural. Si se creara un circuito cultural con financiamiento básico, acompañamiento técnico y difusión permanente, Cajamarca podría mostrar al país que la cultura no es gasto complementario, sino inversión estratégica.
Podría pensarse que el verdadero valor cultural no está solo en lo artístico visible, sino en la forma de entender la vida. Cajamarca tiene una identidad rural, comunitaria, mística y festiva que podría traducirse en gastronomía, artesanías, rutas turísticas, formación artística temprana y hasta laboratorios de innovación cultural. Si eso se integrara como política pública, la cultura dejaría de ser espectáculo ocasional para convertirse en industria social, educativa y económica.
Pero si se mantiene este modelo de olvido, quizás se consolide la percepción de que “la cultura es para entretener”, cuando podría ser para transformar. Se podría afirmar que la cultura es la primera forma de economía moral de un pueblo: le enseña cómo vivir, cómo cuidarse, cómo interpretar lo que ve y cómo actuar frente a lo que no entiende. Sin cultura activa, un territorio no conversa consigo mismo.
Si Cajamarca decidiera tomarse en serio la cultura, podría asesorarse con experiencias exitosas en Latinoamérica. Podrían crearse programas de residencia artística, curadurías en barrios históricos, festivales temáticos con presupuestos participativos, galerías comunitarias integradas a rutas turísticas y alianzas con universidades para investigación etnocultural. Incluso se podrían activar fondos de economía creativa para emprendedores locales que deseen convertir tradiciones en oportunidades.
Imaginando un futuro posible, si los barrios comenzaran a crear asociaciones culturales desde la base, si se incorporara a la cultura dentro del currículo educativo y si existieran incentivos fiscales para empresas culturales emergentes, Cajamarca podría transformar su identidad en motor económico y educativo. Podría ser incluso una escuela viva para otras regiones del país.
Se diría entonces que la cultura no necesita más discursos. Necesita decisión. Y quizás el oro que se buscó bajo tierra estuvo siempre en las manos que tejieron, pintaron, cantaron o soñaron. Solo faltaba mirar con otros ojos el valor de aquello que ya estaba ahí.