Econ. Francisco Valdemar Chávez Alvarrán
Podría suponerse que Cajamarca continúa siendo una región adormecida por las inercias del centralismo, como si la historia le hubiera asignado el papel de espectadora en los grandes procesos nacionales. Se diría que el silencio político y la paciencia ciudadana han sido parte de una larga estrategia de resistencia más que de resignación. Sin embargo, si algún día Cajamarca levantara la voz con firmeza, podría exigir un asiento en la mesa donde se toman las decisiones que afectan directa o indirectamente a su territorio. Si despertara plenamente, quizá Lima sentiría un estremecimiento político, económico y simbólico. Porque el verdadero poder, en tiempos de crisis global, no proviene solo de los ministerios o los presupuestos, sino del conocimiento del territorio, del manejo del agua, de la soberanía alimentaria y de la capacidad para generar propuestas propias basadas en identidad y realismo.
Se presume que Cajamarca tiene condiciones únicas: zonas de alta agricultura comunitaria, tradiciones de siembra y cosecha de agua, riqueza biocultural, energía humana dispersa y un sistema de universidades que, con una correcta orientación, podría transformarse en un verdadero motor de conocimiento estratégico. Si se impulsara un modelo de desarrollo basado en investigación aplicada y gestión territorial inteligente, no sería descabellado pensar que Cajamarca podría convertirse en uno de los epicentros de innovación rural más importantes del país. No se trataría de competir con Lima, sino de complementarla desde otro enfoque, demostrando que el centro de gravedad puede desplazarse cuando existen ideas sólidas y ciudadanía activa.
Pero si esta región continúa dependiendo de la burocracia central, si se mantiene el viejo esquema donde el Estado solo “transfiere” recursos en vez de promover capacidades, entonces seguirá predominando la percepción de que Cajamarca debe pedir permiso para existir. No sería extraño que se consolide un sentimiento colectivo de frustración, especialmente entre las nuevas generaciones que buscan formar empresas, proyectos tecnológicos o iniciativas culturales y se encuentran con trámites interminables y vacíos institucionales. Si no se generan plataformas territoriales de innovación, incubadoras con enfoque productivo y una visión regional que supere la dependencia del canon minero, probablemente el destino de Cajamarca quede capturado por la inercia.
A pesar de ello, hay señales de cambio. Se observa un interés creciente por recuperar técnicas ancestrales de gestión del agua, por integrar la biotecnología con cultivos nativos y por impulsar modelos educativos vinculados al territorio. Incluso surgieron voces que exigen que la descentralización no sea un eslogan vacío, sino una reconfiguración real del diseño del Estado. Si se consolidara ese movimiento, Lima podría sentir que el poder no está solo en los ministerios, sino en los territorios que deciden autodefinirse. Tal vez el verdadero temblor no vendría de un discurso, sino de una convicción.
No sería necesario gritar para ser escuchado. Bastaría con demostrar que un modelo distinto puede funcionar. Cajamarca podría inspirar a otras regiones y reordenar el discurso nacional desde una periferia que nunca lo fue. Se podría comenzar por conectar investigación con territorio, economía con identidad y política con dignidad. En ese posible despertar, Lima no tendría que temer: quizás encontraría en Cajamarca lo que ha buscado afuera durante décadas. Si el temblor llega, no será político. Será histórico.