El Perú atraviesa, hoy, el mejor contexto externo de su historia económica moderna. Los precios del cobre, el oro y la plata se encuentran en máximos históricos. El índice de términos de intercambio es casi el doble del promedio observado durante el superciclo 2003-2013. Ni siquiera en los años de la posguerra mundial el país enfrentó un entorno internacional tan favorable.
Y, sin embargo, la economía peruana apenas crece alrededor de 3.5 %.
Esta cifra, presentada por algunos como señal de “prudencia” o “estabilidad”, debería generar una profunda preocupación nacional. Porque crecer 3.5 % con este viento externo no es estabilidad: es mediocridad estructural. Es la evidencia de que el país ha perdido la capacidad de transformar la bonanza en desarrollo.
Durante el superciclo minero del siglo XXI, con términos de intercambio muy inferiores a los actuales, el Perú crecía cerca de 6 % anual de manera sostenida. Hoy, con un shock externo claramente superior, el crecimiento es casi la mitad. La diferencia no está en el mercado internacional. Está en nuestras propias decisiones – o en la ausencia de ellas -.
El problema no es macroeconómico en el sentido clásico. No hay inflación desbordada, no hay crisis fiscal ni restricción externa. Los fundamentos básicos están relativamente ordenados. Precisamente por eso, el bajo crecimiento resulta más grave: revela una falla profunda del sistema político, institucional y productivo.
El primer cuello de botella es la inversión. Con precios récord, la inversión minera debería expandirse con fuerza. No ocurre. Más de 50 mil millones de dólares en proyectos permanecen paralizados o postergados. La incertidumbre política, la volatilidad regulatoria y los conflictos sociales han anulado la señal de precios. Hoy, en el Perú, el riesgo pesa más que el cobre.
El segundo problema es el Estado. La renta extraordinaria existe, pero no se ejecuta ni se transforma. Gobiernos subnacionales con abundantes recursos del canon muestran niveles crónicos de subejecución. El excedente se queda en cuentas bancarias mientras persisten brechas elementales en educación, innovación tecnológica, agua, saneamiento, salud e infraestructura. El problema no es falta de dinero, sino incapacidad de gestión y decisión.
El tercer factor es estructural. La minería es altamente productiva, pero genera poco empleo directo. El resto de la economía – marcada por informalidad y baja productividad – no logra absorber ni multiplicar el shock externo. El boom no se derrama: se encapsula. Y una economía que no multiplica su renta está condenada a crecer poco, incluso en bonanza.
A ello se suma el deterioro de las expectativas. La inestabilidad política permanente, el cortoplacismo legislativo y la ausencia de una visión estratégica de país han erosionado la confianza. Y sin confianza no hay inversión de largo plazo, por más favorables que sean los precios internacionales.
El resultado es contundente: el Perú está dejando de crecer entre 2.5 y 3 puntos porcentuales por año respecto de su potencial. En términos simples, estamos perdiendo cerca de 7 mil millones de dólares de producción anual. En una década, el costo equivale a una transformación estructural que nunca ocurrió.
Este no es un debate técnico menor. Es un debate histórico. La transición energética global no será eterna. La ventana de precios altos para minerales críticos es finita. Si el país no aprovecha este momento para invertir, diversificar, fortalecer instituciones y elevar productividad, cuando el ciclo termine quedará lo de siempre: frustración social y oportunidades perdidas.
El Perú no está estancado por falta de recursos. Está estancado por falta de decisión colectiva. Y esa responsabilidad ya no puede seguir disfrazándose de prudencia macroeconómica.