La paralización y resolución contractual de una obra pública no es un accidente administrativo ni una mala racha. Es, casi siempre, el desenlace previsible de una cadena de decisiones mal tomadas – o peor aún, no tomadas – a lo largo de todo el ciclo del proyecto.
Cuando una obra emblemática se detiene, el problema ya no es el concreto, el acero o el contratista. El problema es la gestión pública del proyecto.
No estamos ante un fracaso constructivo.
Estamos ante un fracaso de gobernanza.
El error de origen: confundir cumplir la norma con gestionar un proyecto
Durante años, el Estado ha tratado proyectos complejos como si fueran simples contratos administrativos. Se ha priorizado el expediente “aprobado”, el cronograma “formal” y la firma del contrato como si eso garantizara resultados.
No los garantiza.
Nunca lo hizo.
Un proyecto público no fracasa cuando se paraliza; fracasa mucho antes, cuando:
se aprueba un expediente técnico con bajo nivel de constitución técnica y normativa y deficiente diseño, se subestiman riesgos evidentes, se diseñan contratos rígidos que convierten a las partes en adversarios, se toman decisiones reactivas bajo presión política, se rompe la continuidad técnica y se gobierna por coyuntura.
La paralización solo hace visible lo que ya estaba mal diseñado.
Expedientes débiles, riesgos invisibles, contratos hostiles
Cada obra paralizada vuelve a contar la misma historia, con distintos nombres:
Expedientes técnicos deficientes, elaborados para “cumplir plazos” y no para construir realidad.
Riesgos críticos no identificados, ni asignados, ni gestionados: suelos, interferencias, costos, conflictos sociales, logística.
Contratos punitivos y rígidos, diseñados para castigar, no para resolver problemas.
Decisiones tardías, tomadas cuando el conflicto ya estalló y la obra ya está atrapada.
Gobernanza inexistente, donde cada cambio de funcionario reinicia la curva de aprendizaje.
El resultado es siempre el mismo: arbitrajes, sobrecostos, deterioro físico de la obra y frustración social.
El verdadero costo: lo que no aparece en el presupuesto
El daño real de una obra paralizada no se mide solo en millones ejecutados o no ejecutados.
Cada día de paralización implica: deterioro acelerado del avance ya construido,
pérdida de confianza ciudadana en el Estado, incremento del costo social y económico indirecto, desgaste político que erosiona la legitimidad institucional.
En ese punto, la obra deja de ser infraestructura.
Se convierte en símbolo de incapacidad estatal.
Y ese símbolo pesa más que cualquier arbitraje.
La raíz del problema: proyectos sin gestión
El error estructural es insistir en tratar obras complejas solo como procesos administrativos. Mientras el Estado siga viendo los proyectos como: expedientes que aprobar, contratos que firmar, problemas que reaccionar, los resultados no cambiarán.
Porque cumplir la norma no es gestionar un proyecto.
Y gestionar un proyecto es una disciplina técnica, no un trámite.
Lo que debería cambiar (si realmente se quiere cambiar algo)
Si el objetivo es evitar que las obras sigan muriendo a mitad de camino, las decisiones deben ser técnicas, no cosméticas:
Reformulación técnica realista antes de iniciar o reiniciar, no simples adendas.
Gestión temprana y activa de riesgos, desde la fase de diseño.
Contratos con enfoque colaborativo, que permitan resolver problemas sin judicializarlos.
Uso temprano de BIM, no como adorno tecnológico, sino para compatibilizar, simular y controlar cambios.
Aplicación real de herramientas modernas de gestión de proyectos en el sector público, con equipos estables y profesionales.
Nada de esto es novedoso.
Lo novedoso sería decidir aplicarlo.
Una advertencia final
Cada obra paralizada es una lección que el Estado insiste en no aprender.
Y cada reinicio sin reforma profunda es solo una postergación del próximo fracaso.
Aún es posible recuperar el rumbo.
Pero eso exige algo que suele incomodar:
liderazgo técnico, gestión profesional y decisiones firmes, no solo cumplimiento formal ni discursos de ocasión.
Porque cuando una obra se vuelve símbolo del problema, ya no está en juego un proyecto. Está en juego la credibilidad del Estado.